
Rescatar lo más íntimo: una soledad
Enric Berenguer
Una joven, en la flor de la vida, me dijo con amargura: “Tengo trescientos amigos en Facebook, pero estoy sola”. La soledad no es cosa de hoy, pero toma nuevas formas.
Cuando yo y algunos más éramos adolescentes, había el “juego de la verdad”. Nos juntábamos amigos y amigas (esto era esencial) y preguntábamos. Se tenía que contestar verazmente. Lo raro era el malestar que te quedaba, porque dijeras lo que dijeras, aunque fuese “la verdad”, ésta sonaba a falsa para uno mismo. Ya contada, se convertía en ficción… no en mentira, pero sí en algo cercano a la fábula. Lo esencial no había podido ser dicho, siendo como era inefable para uno mismo.
El hombre siempre luchó contra su soledad. Los medios digitales, al crear una inmensa comunidad imaginada ante la que presentarse, incluso confesarse, introducen en la vida un juego de la verdad universal, en el que cada uno hace lo que puede. En esos nuevos espacios, también en su versión telebasura de confesiones y espionajes, lo más íntimo – supuestamente – de la existencia es aireado… y, por un momento, se sostiene la ficción de una comunidad oceánica donde lo humano se comparte, donde la diferencia incómoda, pesada, opaca de cada cual se alivia.
En todo caso, una vez expuestas las partes más ocultas de la vida de un ser, se tiene la sensación de una especie de autopsia: en ella encontramos las razones de la muerte, pero el soplo de la vida está ausente.
Algo en nosotros se resiste a ser dicho, mostrado, compartido, y para que las palabras puedan transmitirlo hay que crear condiciones difíciles… ¡que ni siquiera es fácil mantener, no están garantizadas! La pareja es pensada, deseada, vivida muchas veces como un reducto donde la palabra pueda decir lo más íntimo porque ese otro, no cualquiera, sería capaz de acogerla. Pero el fenómeno, tan habitual, de la infidelidad, ¿no es también, entre otras cosas, la creación espuria de otra intimidad más íntima, a resguardo de un partenaire que ya “sabe demasiado”? El ser humano soporta mal la transparencia, aunque la pida a gritos. Y para defenderse de ella no siempre elige la mejor vía.
Vivimos todavía una época de entusiasmo por el poder de los símbolos. No sólo de las palabras, sino también de lo que se llama digitalización: todo puede ser traducido a signos, que a su vez pueden ser transportados, difundidos. Hoy leíamos en la prensa que la vida ya se puede leer y escribir en genes, por lo que se la podrá crear, incluso enviarla lejos. Con el poder de las cifras nos sumergimos en el corazón del ser y ya sabemos qué había allí.
¿Qué hay? Nada. En todo caso, nada de lo que buscábamos. Traducimos y algo se pierde en la traducción. Traducimos – o nos traducen – nuestra tristeza en “depresión” y algo se pierde. Se traduce la vida de alguien en una serie de diagnósticos del DSM y no se entiende nada. Se traduce un pensamiento en una cognición y lo esencial no está. Traducimos el enamoramiento en “química” y vuela. Traducimos el amor en una página de meetic y se nos escapa entre las teclas del ordenador. Traducimos nuestra verdad en un perfil, mostramos nuestros pensamientos… y cuanto más lo hacemos, si no nos engañamos, cada vez palpamos más que hay algo que no pasa, algo que no se puede enseñar porque es un punto ciego, que no se puede decir porque es un punto mudo.
Con eso estamos solos. Surge el dilema. La transparencia supuesta, una comunicación sin límites, todo ello es nuestro mundo, no está ni bien ni mal, quizás esté más bien que mal, es el horizonte de nuestra existencia. Pero, ¿qué se hace con lo ciego y mudo? ¿Se finge que no existe para luego meterlo en alguna forma de contrabando? No hay duda: el juego de la verdad global crea su contraparte de mentira. Por eso, el modelo más común de la palabra hoy día, empezando por el discurso político, es la publicidad. Y entre bambalinas, los mundos ocultos proliferan, la verdad se fuga y cuando vuelve no siempre adquiere los rostros más bellos.
En esto radica quizás lo más profundo de un grito que ha surgido no hace mucho y que todavía resuena: “No nos representan”. Debemos entonces preguntarnos: ¿qué nos representaría, si no del todo, al menos un poco menos falazmente? La cuestión es cómo hacernos menos cómplices, solos o asociados con otros igualmente solos. Y no es contradicción.
La identidad, el uso de las identificaciones, es el recurso más expeditivo que el discurso, especialmente el político, ofrece para tapar la soledad más esencial. Pero cuando tan fácil se vuelve hipnotizar a grandes masas con consignas fáciles, nada verdadero de cada cual está en juego. Entonces, secretamente, todo tiende hacia la más profunda desafección. Todos juntos en torno a un “soy” o a un “pienso”, pero interiormente más distantes. Más distantes también, aunque parezca lo contrario, de ese “soy” y ese “pienso”. Es el independentismo generalizado, que no parte de donde se suele creer – vean a Aguirre huyendo de los de movilidad.
Resistamos a las identificaciones que se nos ofrecen. Reinventemos la intimidad, pero no la intimidad burguesa, sino la de un sujeto solo en su responsabilidad, capaz, por eso mismo, de interesarse en común por otros tan solos como él y cuya vida no gire en torno a un slogan, una consigna. Esto, hoy, pasa por formas de activismo… hasta que “la política” se dé por enterada.
La soledad del desahuciado simboliza la de cada uno, si la sabemos leer.Tomado de. dossier, el porvenir de la intimidad, La vanguardia. es.