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HABITAR LA CIUDAD: PADECER LA ANGUSTIA* Un texto sugerido por otro texto

Judith Nieto

¿Qué hay tras los pasos y las miradas soportados por las ciudades
que no sea recuerdo?
J.N.

El día aparece cada mañana con su luz impredecible; la noche, en cambio, intenta una y otra vez alcanzar el fuego del tiempo. Así gira el sol sobre las ciudades; ya las afamadas y visibles, ya las innombrables y discretas…

Tras las ciudades que nos ven y nos dejan ver suceden acontecimientos que no se dicen, también aquellos, los que se ocultan y se muestran sólo mediante la licencia que concede la pluma al asentarse sobre el papel. Por ejemplo, los eventos de los niños dispuestos al juego de saberse uno al otro desde el territorio prohibido pero visible en sus cuerpos, de quienes son, de quienes se muestran y se dejan ver y sentir antes y después de El juego del estanque. En otras ocasiones se llega hasta a saborear el café de los residentes ajenos a ellas y por esto solitarios, es el mismo café que desciende despacio por la garganta de quien sólo espera.

Así es, las ciudades son las mismas para quienes las habitan y las abandonan; por eso a su regreso, a su reencuentro no puede sentir algo diferente a estar frente a aquello que un día les perteneció: una calle, una vereda quieta al paso de siempre, el caminante que ahora envejece, los perros y su horario de salida que parece que hubiese detenido el tiempo, el inmodificable. También está, luego de los pocos peldaños por los que asciende el cuerpo envuelto en el recuerdo que repite, que retorna, la puerta, la implacable puerta que se abre con un golpe seco como el aletazo de un sueño capaz de negar la calma y mantener la pesadilla.

¡Ah! pero también quedan adentro, muy adentro de los espacios por tantos habitados, las palabras venidas de lo que inevitablemente tiene la marca del exilio; éste respira en un cuarto solo y ajeno o busca a través del teléfono que las palabras lleguen “en gavilla”, todas ellas extraviadas luego de asomarse a la voz, pues no hay interlocutor en ningún lado, máxime cuando se vive por fuera, cuando se siente la persecución de lo ajeno. Así, sin el otro que escucha las palabras, todas se requieren; son urgentes para llenar el vacío tras el que se abrocha la certeza de estar tan solo.

Las ciudades levantadas siempre sobre sus propias geografías, prometen caminos cotidianos o circunstanciales que dejan, sin más, apoyar las miradas. Así son las ciudades, todas, las conocidas y las recorridas; también las que se abandonan antes de haberlas encontrado.

La ciudad visible, donde se duerme y se despierta, aquella que apura y sosiega, que grita y calla, que oculta y desvela, que mata y da vida; donde somos foráneos y a la que nos debemos, aquella que está cerca, que se hace distante, que sólo se da a conocer si se la recorre, la del horizonte abierto; la que ha sido desplazada, la nueva, aquella que parece hacerse otra en el enigma de su grandeza. Este, es un viaje por los secretos de la ciudad visible, es el recorrido que con paso de relato entrega el escritor Óscar Castro en su publicación Fragmentos de un diario inconcluso (L. Vieco e hijas, 2005).

Allí están las ciudades, dos en particular: Medellín y México Distrito Federal, imponentes, salvajes, también desvanecidas, tan próximas a esos lugares donde a veces no se sabe qué hacer con la vida, tampoco con la muerte. En una y otra, amenazantes por su extensión, acosa la impaciencia, la dicha; sí, también la dicha, aunque el pan en ambas, se hace insuficiente para tantos. En la primera está la esquina, la puerta que se cierra y se encierra ahora tras las rejas, testigos de lo que sucedió con las casas de antes, aquellas que no cuentan con portería permanente, las mismas, antiguas y admiradas que no sucumbieron a las ofertas ventajosas de quienes liquidan sus materiales y las transforman en edificios sobre los que hoy la ciudad aparece empinada. En la segunda está la inmensidad de una de las capitales más pobladas y peligrosas del mundo, allí está el D.F con su majestuoso zócalo a donde llegan ciudadanos de las más diversas procedencias para saber de sus afamados tacos o para cumplir una promesa a la Guadalupana Milagrosa, pues no hay una ciudad donde la superstición tenga tanta vigencia como la religiosidad. Estas son las dos ciudades que cumplen la cita de los Fragmentos de un diario inconcluso, las dos, tan escasamente nombradas a lo largo de estas 137 páginas, tan fáciles de adivinar, de saber sus nombres, obra del retrato que su autor logra con las palabras..

En sus páginas están contempladas las ciudades, calle a calle, paso a paso; consentidas en sus olores, aromas de vida, pero también de muerte y sin embargo, su habitante, el de la mirada y la pluma, no deja de sentir esas ciudades, de saborearlas como propias, así por momentos las haya contemplado desde su más íntima ausencia, venida del abandono, impuesta, custodiada por el reino del recuerdo.

Así, la ciudad le resulta propia, próxima hasta en la persistente angustia nombrada en cada línea; allí están los sobrevivientes, aunque también los muertos ahora anunciados por alargadas y negras figuras. La estrella negra es una nueva forma de hacer cotidiana la estadística de quienes a diario y sin esperarlo -la muerte casi nunca se espera-, quedan tendidos bajo el brillo opaco, casi negro de una estrella muda. Así es, todo cambia y hasta desaparece en la ciudad, sea Medellín o el D.F., no importa si las vidas de sus habitantes llegan a ser tan breves como para advertir esta brevedad.

Una mirada que no puede despegarse de la ciudad es la lectura permitida por los relatos que desembocan desde cursos y secretos distintos en los Fragmentos de un diario inconcluso. Una mirada sobre la misma hoja con anverso y reverso para hacer múltiple la procesión de imágenes acariciadas por los ojos.

Como habitante de ciudad, el dueño de estas páginas, signos donde la urbe propia o ajena se hace visible, guía sus pasos en zigzag de un lugar a otro; así identifica: los lugares soleados, la calle sin árboles, huérfana de sombra y extendida en su duro asfalto; la puerta golpeada casi hasta derrumbarla sin saber que adentro grita la angustia en silencio desesperado, La belleza del espejo que en astillas aún brilla, una escalera recostada al último terrón de escombros, El hilo de la carta con una nota para ser leída luego de los sesenta años; la incertidumbre en la noche y cada mañana a la espera de Un milagro, el exilio sentido aunque sea voluntario y envuelto en expectativas académicas remuneradas o a crédito y por siempre los ojos, Tus ojos, aquellos que todo lo encuentran si está adentro de ellos, incluido lo sepulto y lo decolorado. Los ojos, que luego fueron pluma y mano para hacerse miles en el ilimitado alfabeto de la letra que cuenta, de la palabra que describe, de la voz apretada en la garganta antes de la parábola enhiesta, antes del recorrido limpio impuesto por la página en blanco.

Estas son, aquí están las ciudades, aquellas que dejan contar acerca de su paso trepidante, de su liviandad; las mismas innumerables que llegan a sustraerse de las miradas, y otras también incontables donde los ojos, como pájaros quietos se hacen sabios pues llegan a atraparlas por sorpresa.

Cuando me disponía a concluir estas líneas sugeridas por los Fragmentos de un diario inconcluso, obra de un hombre que al igual que yo batalla con las palabras en el papel y en los salones de clase de una universidad, vi dos ciegos que en medio de la solidaridad nocturna obligada por sus ojos, cruzaban la misma calle que también sola pero sin necesidad de ayuda me disponía a pasar; el día estaba opaco, no obstante, la calle buscaba reflejarse en los ojos apagados de ellos, ojos desde no se sabe cuándo habitados por las sombras. Entonces volví con este recuerdo a las páginas que esperaban mi conclusión, pero me fue inútil prescindir de la imagen de los dos ciegos para quienes la ciudad debe ser amenazante, áspera, selvática, agresiva, tumultuosa ¿angustiante? quien sabe. Me llamó la atención que uno de ellos iba pegado del brazo de su extraño lazarillo de ojos sin luz y no dejaba de reír, mientras con un sólo bastón se guiaban para ir de una calle a la otra.

Entonces pensé en las líneas que dieron inicio a las que ahora cierro ¿Qué hay tras los pasos y las miradas soportados por las ciudades que no sea recuerdo?

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  • Pblicado: mar 30 2013
  • Etiquetas: angustia, Ciudad
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